martes, 6 de julio de 2010

Mientras empaco mis cajas: mi madre


El Pasado. Habitualmente vivo mis días con la idea de que los muertos están muertos y el territorio de la ausencia no es un lugar propicio para el presente. Eso en cierta forma se lo dejo a Juan Rulfo. Más sin embargo, ahora que empaco mis maletas – la semana anterior embalé la historia institucional de mi cuerpo en el resumen clínico – descubro que algunos muertos nos tocan la cara y nos dejan con el frio de la impotencia en el momento de la partida. En ese sentido me refiero a mi madre. Por 17 años he vivido con la idea de que extrañar un muerto es perder el tiempo de la vida. Así, con rabia y algo de soberbia me las he arreglado para tomar mis decisiones y seguir adelante, siempre con la premisa de que el pasado no ofrece nada para mi.
Ahora, a seis semanas de dejar el país, siento que extraño a mi madre, que la rabia no llena los espacios para un hasta luego o la promesa del regreso por aquello que se queda aquí y no puede ir a ningún lugar. Estoy en ese momento en que creo que mis alegatos a mi tradición- que es casi lo mismo que pelear con Dios para una atea recientemente convertida al agnosticismo- no van a llenar éste espacio vacío en las entrañas.

Creo que después de tantos años de vivir como huérfana, lo único que me quedo de ella es la idea, la vaga sensación de que no todas las noches, ni todos los refriados fueron solitarios. Ya ni siquiera recuerdo su olor. Tengo sombras vagas de su sonrisa y sus ojos pardos, pero ni siquiera con el lenguaje puedo decir como sonaban sus palabras. Mentalmente puedo decir que extraño su tibieza, la leche caliente por las noches mientras terminaba mis tareas, la idea de que siempre hay un puerto de partida y de llegada, no importa cuántas veces se caiga. Pero ahora después de múltiples caídas y saberse tan lejos de lo que alguna vez se señalo para mi vida, ella es ahora como en mi boca el hueco de las cuatro cordales que me extrajeron hace pocos días: sé que no las necesito para morder nada, pero cada vez que paso mi lengua, el hueco está ahí y la molestia se siente hasta que me acostumbre a su falta. Quizá la diferencia es que hay heridas que sanan más prontamente y no se abren , otras como la legendaria herida que el mismo Rey Arturo se propinó, nunca sanan y duelen probablemente hasta el fin de la existencia.


Hoy, a seis semanas de dejar mi casa probablemente para siempre, cuanto quisiera unas palabras que me dieran animo y tiernamente me dolieran por abandonar la plenitud del útero. Más es una ausencia la que me pare y es mi trabajo ahora buscar presencias para construir el presente y el futuro, para tener sentido más allá de las orfandades del que parte sin dejar su madre, o el que abandona a sus amigos, que, como bien sostiene el poeta Jattin son nuestro batallón de ángeles guardianes. Lo único presente a veces para quien decide dejar su pasado.

1 comentario:

Astrid Flórez dijo...

Nuestra vida es un espiral -recuerda que lo decíamos-, y suele estar plagado de ausencias. La gracia es como lo dices, encontrar las presencias que le dan sentido a nuestro camino.