viernes, 30 de noviembre de 2012

Mi amor por lo inutil


Colecciono aretes de plata viudos, laminas de mujeres artdeco, fotos  de mujeres con ropa de hombres. Tengo paquetes de protectores con dragones para cartas de Magic que nunca he jugado, pinceles para caligrafía japonesa sin  conocer el Kanji. Conservo hermosos papeles de origami en mi escritorio  y desconozco el arte de la paciencia del pliegue.



Hallo fascinante la diferencia  entre el uso de un verbo en infinitivo o en primera persona femenina en un verso. Me hace feliz sentarme a tu lado a contarte las diferencias entre la versión de una película en 1984 y la de 1996; quedarme en la mesa de la cocina a oler el ajo con el chile hirviendo mientras sonries; dedicar 5 minutos de mi mañana a elegir el color de mi blusa y  de mis pantalones.

Tengo amor a todas esas cosas inutiles, con las que no cambiaría la vida de nadie, ni compraría mi seguro contra la existencia a plazos.Sin embargo, podría ser mi existencia tan util a lo inutil  que no imagino mi vida sin ellas.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Como hoja de otoño




Cuando llegué tenía una sonrisa que se expandía en mi rostro. Cada día era una mañana soledad como la sensación de la ropa blanca, limpia, siempre planchada, que se equiparaba  con la certeza del mundo como una pradera explayada. Ahora, después de un año aquí, mi sonrisa  se ha desvanecido un poco, quizá por la certeza que la extranjería no depende de un país, sino de la imposibilidad de encontrar en los rostros con los que hablas un rasgo que te permita sentirte propio. No son sólo las palabras, es  el lenguaje que no logra sentirse como un zapato- piel  que se ajusta a los pies. La imposibilidad de trascender, de encontrar la mueca precisa para acceder al corazón del otro.

Como dice Stroszek, en la película de Herzog de 1977 "No es castigo fisico, la cárcel, es la indiferencia, este castigo espiritual de ser extranjero". Yo le añado,  para mi, es  la barrera de estos grandes egos de los scholars que hacen sentir cualquiera claustrofóbico en la mitad de un salón de clase . Ésta imposibilidad de hallar el locus amenus en esos otros que son los colegas, los profesores.Si, profesionalmente egregios, algunos de ellos inalcanzables como seres humanos... pero no por su altura, sino por su mezquindad.

sábado, 26 de marzo de 2011

La mancha silente

Una niña de 17 años obligada por la madre de su novio a tener relaciones sexuales. Baja de la camioneta donde ha sido violada con hilos de sangre que bajan por sus piernas. Nadie la lleva a casa, con las lágrimas de humillación corriendo por su rostro, es obligada a caminar y tomar el bus para llegar a su casa. Las memorias de una joven filósofa que sueña ser psicoanalista, ella de 7 años, intentando evadir a su medio hermano, quien entra a su cuerpo sin permiso durante 10 años. Los recuerdos de tiempos inmemorables de una mujer, que sintió que en una noche de copas, algo había pasado en contra de su voluntad, sin valor para denunciarlo por el oscuro sentimiento de creer que era su culpa.

Cuando pienso en el tema del abuso sexual en general, no pienso solamente en el acto violento de un pene que entra a otra carne sin autorización, o unas manos palpando lo no permitido, sino en la herida que esto deja. No sólo por la mácula cultural de haber sido producto de un acto sin consentimiento, sino porque estos instantes horadan la memoria, dejando la sensación siempre de que aún nuestro cuerpo, tan propio, tan mentado al cuidado tal como lo señala la educación femenina, puede ser ultrajado en cualquier momento. Si se lo ve desde un ángulo descarnado alguien podría decirme que sólo es una penetración que a lo sumo puede durar minutos, entonces ¿cuál es el trauma?. El dolor de éste tipo de cosas más que íntimo, es de índole social, la sensación con el silencio que hemos heredado las mujeres para este tipo de cosas, de que nadie va vengar al ultrajador, por qué siempre, de una manera quizá profunda, queda la vaga sensación que es nuestra culpa. Culpa por tener el cuerpo, por tener el silencio y lo más grave de todo, por mantener la idea de la dignidad, de un honor que no sé francamente si es para nosotras o para cotizarnos en el mercado de una sociedad patriarcal como bienes de alta estima.

Para el violador sólo es un instante, la satisfacción de entrar en un territorio que de entrada le pertenece por la prohibición. El placer de tomar lo que no es suyo; el principio de la envidia en funcionamiento (“se envidia lo que se ve y no se tiene” diría Anibal Lecter en the Silence of the lambs) .Envidia que surge desde esos cuentos que se relatan en la cultura popular como mitológicos. Envidia por la pureza o la inmortalidad. Ya sea por tomar lo que está reservado para los dioses o por las marcas indelebles que quedan en las personas abusadas.

Todos de alguna manera, por el temor y la fascinación de ésta perpetuación de la envidia buscamos hacer catarsis y ahuyentar esos malos espíritus de lo brutal. Ya sea en el cine o la literatura donde las víctimas muestran las marcas del trauma como en un striptease. Termina la función o el libro y todos quedan tranquilos, con la sensación beatífica de que esas cosas tan espantosas sólo pasan en la ficción o en vidas muy lejanas. Entonces, las mujeres se van con la tranquilidad de que eso no pasa en sus hogares y los hombres con la certeza que esto son acciones de seres de naturaleza abyecta. Pocos, son los que admiten que esto puede pasar debajo de su techo; que hay un tío, un primo, un hermano o un buen amigo que envidia el trofeo que se enmarca en la imposibilidad. Lo atroz es que en ocasiones salimos de ese marco circular de lo lejano, cuando escuchamos una llamada telefónica que nos informa que esa víctima ultrajada, torturada y asesinada de la que hablan las noticias el día de hoy, es tu amiga de infancia y su cuerpo era tan real como el frio que te cala los huesos. Entonces, de la misma manera que la mujer abusada siente sus piernas temblar y sangra durante días, comprendes que la violación no es esa escena fuerte en el asiento trasero de un carro que te venden las películas. Es un asesinato que pasa frente a tus narices, es la ruptura de algo profundo en la casa de esa persona que habla contigo y te abraza. Es parte de la cotidianidad que esconde la piel del odio que entreteje en sus vasos.

El abuso es real, las mujeres abusadas están en todas partes. Recuerdo en mis años de pregrado, que alguien me dijo que esa chica que se sentaba detrás de mí había sido violada. Fue la primera vez que me di cuenta que el tema del abuso y las mujeres abusadas no era una leyenda urbana. Siempre había imaginado a esas mujeres como locas histéricas, con personalidades como la de la Profesora de piano o niñas que vivían en la más honda pobreza. No me imaginé, que podían ser como yo, compartir, leer los mismos libros e ir a la universidad. Nunca fui capaz de decirle lo que sabía. Pero ella como muchas otras, era parte de esa tribu mancillada que busca en el olvido el mejor perdón no sé si para los perpetuadores o para ellas mismas.

Con el tiempo, podría decir que por accidente, me he encontrado con otras historias de gente cercana tatuada con el mismo lacre. Lo que más me estremece es que no sean casos raros, sino con el tiempo ya sea por relatos directos o indirectos, he descubierto que es algo común (como nacer o morir), especialmente en el caso de las mujeres.

Los que me conocen me dirán que qué bicho raro me pico aquí para hablar de esas cosas. Probablemente, que siempre pensé que era producto de una práctica cultural específica y que lejos este tipo de situaciones debido a los esfuerzos de las feministas (a veces soy optimista) era algo erradicado. Había comenzado a pensar en esto hace ya varios meses, cuando una amiga filipina me contó que su padre cuando ella tenía 9 años le dijo que si alguna vez algún hombre intentaba abusar de ella, él le daba autorización para matar o matarse en caso de que la deshonra hubiese sido cometida. Esto me estremeció, por el hecho de que la violación –sin que en su caso o el de sus hermanas hubiese sucedido- fuera centro de su educación sentimental y corporal. Entonces me quedó la pregunta ¿los niños también tienen esos fantasmas a la hora de crecer como hombres?¿Todas las niñas del mundo crecemos con la sombra del abuso sexual aunque no nos suceda en carne propia? La noción de que éste tipo de vejaciones son universales me desestabiliza y me duele, por el simple hecho de pensar que la violencia y el mal (si, con toda la concentración maniquea de la palabra) son reales, es decir, son cotidianos y no son sólo parte de las noticias que me niego a leer con frecuencia. Es cómo el día que unos ladrones saquearon mi casa y me encañonaron con un arma. Había cierta atmósfera de irreal en la escena, pensaba en que algo así no me estaba pasando a mí. Pero el arma, la ira del ladrón y las balas que había en esa pistola eran reales (tal como la posibilidad de morir ahí como tanta gente en mi país), así como el resultado del odio que desbarató mi casa en Bogotá hace ya más de un año. Lo mismo me pasa aquí con el tema del abuso sexual. Quizá con la memoria más suelta y recuperándome de la normalización de lo violencia en Colombia, creo que puedo hablar de este tipo de cosas. De la misma manera que me sigo topando con historias que pensé dejar en mis libros o en las calles colombianas, pero están aquí, esas personas son reales, esas personas de una manera u otra con sus relatos me constituyen a mí.



No cierro este texto dando bendiciones por llorar por los otros y sentirme resguardada. Me quedo con la memoria de los abrazos de mis amigas y amigos, con sus procesos de recuperación de esas heridas aunque hayan pasado 10 o 20 años. Lo cierro con esa sensación de que eso también me ha pasado, como parte de un colectivo, a mi.





miércoles, 23 de marzo de 2011

La mejor obra de arte: mis amigos

Es sábado. A diferencia de cuando vivía en Bogotá, no son las 12 del día y el plan no es unir desayuno con almuerzo (Brunch, le dirían por aquí). Tampoco, pasar la resaca después de la clase del viernes o recordar los poemas de la noche anterior. Porque la poesía no es una lista de frases en un papel para hacer bisección, ni la calificación del adjetivo bien colocado. Es la capacidad de asombrarse frente a la vida y sacar de las imágenes que nadie ve por su sencillez, la rareza de la existencia que permite que la vida sea vivible al menos como una aventura y no como un requisito.


Aquí en medio de la crisis y el agotamiento de los libros como saber y saber útil, la pregunta manida de para qué sirve el arte se hace obsesiva, especialmente, cuando después de días de días, escribir se hace una imposibilidad y la sensación de que siempre hay alguien que lo hace mejor que tu o que el mundo es muy grande frente a tus palabras pequeñas, es intimidante y aveces desalentador. El profesor que enfatiza en tu insignificancia, la preocupación por quien ha de pagar en unos años la renta, en fin, esa sensación de la canción de Andres Calamaro, que nadie vive de amor, hace los días asfixiantes en ocasiones. Tal vez en Colombia no hay grandes museos, ni postales de los grandes artistas se encuentran en el café de la vuelta, pero la poesía, esa que permite que sonreír con sentido, es algo tangible con los amigos. Aunque la noche llegue y no tenga más que pensamientos que no hablan de la crisis del Japón, ni de la crisis del subalterno en el siglo XXI, ni los gestos exactos para halagar al poderoso de turno, con mi voz pequeña como un ojal, regreso mi sentido a mis amigos, esos que con un click de Facebook, como voyeur, me dan algo de esperanza para sentir que aunque yo no soy nadie mi voz es algo, porque aunque no pase las pruebas, no reciba premios, no sea aceptada en los congresos, no conozco otra forma de vida que no sea la de la literatura, pero más que eso, la de vivir la vida por la vida misma, como celebración honda y aguda tal como las ofrendas hirientes de la consagración de la primavera de Stravinsky.

Ángela y sus fotos con Andrea: las he espiado desde las fotos de la muestra pública del trabajo de grado hasta las galletas de gayinas y osos que un mortal normal nunca pensaría como parodias de la diversidad sexual en la panadería de un barrio conservador como los Andes (gracioso que el barrio tenga el mismo nombre de la universidad stablishment de Colombia). En esos fragmentos de vida me regresan la fe para no claudicar y pensar que mi propósito debe ser escribir aunque la exigencia me devore aquí. Carlos con sus notas acerca de libros click en blogs y en periódicos, que me traen al extrañamiento de nuevo, ese que si estuviera allá celebraríamos con un cigarrillo y la repetición de las frases hasta que sonarán absurdas con un café negro de sobremesa. Ese humor, ese descolocamiento de lo escrito cuanta falta hace acá donde todo es una prueba para calificación. Oscar a quien, aunque no hemos hablado desde que estoy acá, siempre me traía a los temas de la incoherencia del atavismo colombiano, con esa dosis de absurdo que trae la repetición en un lugar donde ya nadie se percata de ello. Mahecha, Matis… las dos mujeres que han funcionado como mi izquierda y derecha con su inconformismo, no porque no amen la vida, sino porque después de sus tantos años, la madurez las ha hecho más vitales y no se tragan entero el bajar la cabeza para buscar trabajo. Fe sin banderas y como a los que más extraño, siempre me inyectaron altas dosis de humor, aún en los momentos más difíciles cuando la vida tenía carne y las dificultades eran tan materiales que se les podía poner el dedo en la llaga. A mi prima xime y como a todos los que estoy unida, la risa y el café, sin importar si era el caribe o Bogotá.

Aquí no es así. Todo es tan cómodo, que parece que hasta la vida misma se fue a otra parte. Es un constante domingo, donde todos trabajan, tanto, que creo que el rostro se les ha quedado pegado en el teclado y cuando terminan no sabe dónde están ellos mismos y por eso tienen que seguir trabajando de esa manera enferma. La enfermedad de una sociedad rica que día a día pierde los rasgos de extrañeza. Aquí, aparte de los afrodescendientes, nadie ríe a carcajadas. ¿Qué dirá Terry Gilliam en este lugar que no tiene un rincón para las maravillas? Yo no creo en la guacamaya ni en la bala del “parce”, del realismo mágico y la sicaresca, pero el descolocamiento es necesario para sentir que la vida está en el lugar donde uno está parado y no en otra parte.

Extraño también a Liz, con sus laberintos llenos de palabras y de heridas que nos hacían más vitales cuando recordábamos que somos mujeres de la reflexión y sobrevivientes a pesar de vivir con nosotras mismas. A Manu y la hora del rulo que tenemos prácticamente desde la adolescencia y las cábalas acerca del futuro que todavía no dejamos de hacer. Estela y Mauricio, con sus misas, realmente comuniones de la poesía en la Candelaria. La celebración del silencio y la palabra con esa sensación de un mundo nuevo como el resplandor de los astros. Ellos, aunque no vayan a los recitales de los patriarcas, son más poetas que los oficiales y su fervor, aunque no publiquen es la más ardiente llama que todavía me calienta aquí, en este lugar de críticos literarios. Creo que lo que más aburre aquí, es que todos son tan brillantes que pocos son los humanos. Extraño la fe y si es cierto que el saber es el producto del desencanto, preferiría ser una neardenthal antes que una scholar first class.

Obviamente extraño mi papá, a quien en este lugar veo como un hombre muy humano y libertario a diferencia de los personajes que veo aquí. Siento que sería un tipo muy feliz. Él que tiene temperamento para esta vida siempre ha sido él, no yo. Yo, creo que tengo temperamento de dilectante, coleccionista de postales, pero quizá no de eminencia. ¿Qué va ser de mí?

En fin, díganme mis amigos ¿para qué sirven estos textos? En términos contractuales para ni mierda, pero es esto lo que sé escribir. No sé qué más decir. Sólo que ustedes son las mejores obras de arte que conozco.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Para leer con letra despegada: Fragmentos de escritura

¨Los abalorios que nos ha regalado
han fortalecido nuestra propia miseria,
pero como nos sabemos desnudos
el ser se posará en nuestros pasos cruzados.
Y mientras nos pintarrajeaban
para que saltásemos a la urna cineraria
sabíamos que como siempre el viento rizaba las aguas
y unos pasos seguían con fruición nuestra propia miseria¨

Fragmento de Lezama Lima de Pensamientos en el Habana.





Todo en la vida son fragmentos, hasta estar sentada aquí haciendo el esfuerzo de hilar sentencias con los pedazos de mundo que  caen en mis manos. Pienso en la metamorfosis de Ovidio y la consigna del mundo Lezamiano donde todo es una constante transformación. Es decir, lo que se quedo atrás, no es una pieza para conciliar, tampoco es un conflicto. Entonces me veo en la resaca del espejo de la mañana, desprovista de todos mis abalorios, de esos que usaba en mi vida en Bogotá. No solo joyas y pashminas, también imprecaciones y argucias hechas de palabra, pretensiones de ser algo frente a la mirada de los demás. Los demás, esa obligación de día a día para secarse el cabello y procurar bajar de peso, como si mi ayer fuera el de una muñequita intentando demostrar que era real. Y ni siquiera hablo de los Otros, porque eso es una isla en la urgencia de encontrar significado en el aislamiento, hablo de los demás, como esa multitud sin rostros específicos, de la cual tengo noción en los sueños como fierros que llaman desde la profundidad de la libre asociación.


Es distinto con las personas que amo, son mis presencias aún aquí, donde hago mis fiestas cada día en mi piso de astros. Puedo decir que soy feliz, me gusta estar sin el teatro de los demás cada mañana. Pueden juzgarme como mala hija por que no extraño ahora el seno de mi patria, pero creo que mi país es cualquier lugar donde pueda izar la bandera de mi libertad sin condicionales. Soy la huérfana que tiene muchos padres y madres, me adopto constantemente y es ahí donde hallo mi espacio; pertenezco a lo que amo, no a lo que debería amar, que es el otro modismo para la tradición.


El único tiempo posible está en el corazón, en la sien que late, en el círculo de la respiración. El espacio es la pausa entre el impulso vital y el pensamiento. Mi realidad está donde están mi tiempo y mi espacio, lo que sigue es sólo ruido. La miseria es en tanto vivir en la superficie de las cosas, en la distancia de los que nos hace reales.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Voluntad de naufragos


En esa voluntad de abismarnos
Nuestra soledad se hizo palabra

Arturo Carrera.

Todos hablan del encanto de Albar Núñez Cabeza de Vaca, pues es el héroe de las desgracias y la figura del náufrago recompensado con su hallazgo. Pero ¿por que tanta fascinación? Creo que es porque todos, en el mar de nuestras soledades somos náufragos. En la piedad de un cristianismo sin cruces en la mitad de nuestros corazones pedimos ser salvados. Para ser escuchados, mantener la ilusión de que alguien más allá de nuestra piel tiene el poder de rescatarnos, para permitirnos la idea de un fin de las penurias afuera de sí y así absolvernos del peso de nuestras decisiones. Entablamos conversaciones para comprobar que algo de nuestro mundo todavía es una señal en medio de la soledad.

Vivimos con la voluntad de encontrarnos, pero primero que todo de perdernos, para escuchar una y otra vez la historia de la aya del niño que se perdió y fue encontrado después de una espera y el sufrimiento de sus padres. Pecadores sin noción del pecado que se huyen para conservar dentro de si la lámpara de una ventana que no apaga su luz en nuestra espera. Y para que esa luz no se extinga, huimos tan lejos como nos es posible.

Es mejor ser esperado que reconocer que el tiempo, esa consigna vertical que se encuentra en la nervadura de las simples cosas, no conoce de esperas. De ese material están las hechas las personas y nuestras propias razones. Es mejor ser naufrago y aducir que por la ventura se deshicieron los pasos de retorno, que asumir que el material de la vida es efímero. Como los rostros de Hansel y Gretel, como las migas de gente significativa que ya no podemos recordar bien, aunque todavía queden sus nombres en el lenguaje.

Antes de vivir aquí, mi juego favorito era esconderme, tener la sensación que era yo quien no me dejaba ver. Así hallaba libros, cafés, la última acacia en un parque, rincones oscuros en la fiesta de año nuevo, un teléfono celular dejado debajo de un cojín. Yo naufraga en mis pequeñas ceremonias por que necesitaba ser encontrada. Sentirme amada, que es la otra forma del hallazgo, que una palabra me inaugurase y me absolviese de la responsabilidad de mis palabras amarradas con silencios. Como Cabeza de Vaca, después de la aventura, alguien oiría mi historia y sería influyente en el imperio de mis puntos suspensivos. Necesitaba ser encontrada para tener el espejo de mi misma, confirmar en la excusa del que me encontraba mi reflejo, para saber si mi emulación de lo que supuestamente era yo en el entorno estaba siendo bien representada. Ser encontrada- y probablemente a Cabeza de Vaca le sucedió, confirmada-. Unas veces, tuve éxito y algunos enfurecieron o se preocuparon, otras fue un total fracaso, así que termine celebrando los primeros minutos del año nuevo en la oscuridad de un patio trasero. Así que mi pregunta, es ¿existe el naufragio cuando nadie nos encuentra? o simplemente tenemos que asumir que ese o esa es un perdido? ¿Qué la vida continua sin el registro de ese que ya no esta? La empresa de esconderse o naufragar tiene entonces ese precio: asumir que no somos buscados o imprescindibles, así que el mundo sigue y la idea del cristianismo y la modernidad se van al traste, es decir, no hay caminos en torno al rescate, o, la otra opción, es perdernos y no ser parte del registro. Esto último creo que es lo que pasa para mi, lejos de Colombia, tengo que asumir que no soy parte de ese tiempo y no voy a ser rescatada por nadie, así que simplemente ahora soy un yo sin rectificación del disfraz. No hay tristeza, solo que andar no es para irse más lejos, sino simplemente para acompañarse. Una soledad que se hace palabra a razón de no creer en la vanagloria del descubierto. ¡Que alivio!

martes, 24 de agosto de 2010

¿Somos libres en la vigilancia?

Denver Colorado. Estoy mejor hoy que hace unos dias. Mañana viajo al lugar de mi residencia,Pittsburgh, y mientras los dias pasan bajo el sopor del verano, he descubierto que disfruto   de la literatura contemporánea norteamericana  por su soltura y cierto desenfado en el acto de contar lo que se ve y lo que se siente. De igual manera en el fondo de mi maleta he descubierto un libro de Cortazar: Octaedro y debo confesar que aún despúes de tantos años me sigue sorprendiendo, quizá, por que no pierde ese encanto de contar y en cierta forma  de jugar con lo intimo, mientras la historia se transforma en un juguete grande, donde los lectores nos reconocemos, o mejor aún, nos identificamos.

 Pero volvamos al asunto: éste lugar que por lo que todo apunta será mi país de residencia por los próximos 5 años. Para ilustrar lo que he sentido tan sólo baste con una anécdota. Hace una semana, creo, a eso de las 10 de la noche frente  a la puerta de la casa de MG. Como ustedes saben, los fumadores somos una especie perseguida con espacios cada vez más reducidos, por lo tanto, nuestros lugares son las terrazas y los escalones frente a cualquier puerta si tenemos fortuna, asi que esa noche desenvolviendome con mi necesidad casi natural saque mis kool y me senté frente a la puerta de la cocina que da a al calle. Habitualmente el vecindario, con sus prados verdes y sus calles solitarias es tranquilo, más no obstante, siempre esta la sesensación de que alguien observa. Esa noche cuando prendí mi cigarrillo, las luces del vecindario se encendieron, el carro que pasaba por la esquina se detuvo y dejó sus  plenas encendidas. Obviamente, la asustada fuí yo. Crucé la puerta casi sin apagar el cigarrillo. Esa misma sensación de vigilancia constante es la misma que se experimenta en cualquier lugar  del país; hasta podría decir que en lugares abiertos como los parques naturales, donde supuestamente el hombre es libre con la vida salvaje. Aqui, hombres y mujeres a luz son políticamente correctos, pues saben  que en cualquier lugar, ya sea la intersección, el baño,  el restaurante o la acera, hay una cámara observando, aunque no sepamos quien detrás del monitor nos mira.

 Quizá en Colombia, el panótico es tan sólo una teoría que borrosamente puede sentirse en algunos aspectos de la vida cotidiana de ciertas ciudades o plenamente en la web. Aqui, es el sistema regulador del día a día. El temor de la vigilancia y al mismo tiempo la sensación de libertad canalizada, es el combustible humano de sociedades como la norteaméricana. Somos, nos gusté o no, lo más correcto que se puede ser, aunque en las calles se puedan ver escenas de violencia fisica contra las mujeres, te griten por que el telefóno al que acaban de marcar  es equivocado - y lo peor el número es el tuyo- o alguien que simplemente no te conoce sea capaz de insultarte por cruzarte en su camino mientras caminas.

Creo que no es accidente que éste país haya producido escritores como Bradbury  en oposición al diario vivir, la literatura sea un espacio de liberación y reflexión constante (claramente no me refiero aquí a la literatura de supermercado ¿no?), aspecto que es dificil de encontrar en la literatura colombiana. Es extraño pensar que el ojo que todo lo ve, el gran Argos de nuestros dias, pueda crear intersticios donde la flexibilidad y el pensamiento como ejercicio de libertad sean posibles.


En mi país de orígen , las cosas son distintas. El Leviathan parece estar ciego y la única regulación posible es el miedo y el caos de lo externo. Sin embargo, muy adentro de nuestra tradición, ese miedo se transforma en grito mudo de impotencia frente a los muy reducidos espacios de  la libre expresión como una forma de construcción de lo social. Pues ¿de que sirve gritar si nadie te escucha?¿Sí decir en muchas ocasiones lo que se es, lo que se ama, lo que se odia o llanamente lo que se piensa, es una manera de auto marginación, aveces empezando por lo económico?.

Muy probablemente, si estuvierá en Bogotá, podría prender mi cigarrillo y nadie me diría de frente nada. Pero les apuesto lo que quieran, que quizá alguien estaría hablando a mis espaldas o estarían haciendo gestos para que lo apague.