miércoles, 27 de octubre de 2010

Voluntad de naufragos


En esa voluntad de abismarnos
Nuestra soledad se hizo palabra

Arturo Carrera.

Todos hablan del encanto de Albar Núñez Cabeza de Vaca, pues es el héroe de las desgracias y la figura del náufrago recompensado con su hallazgo. Pero ¿por que tanta fascinación? Creo que es porque todos, en el mar de nuestras soledades somos náufragos. En la piedad de un cristianismo sin cruces en la mitad de nuestros corazones pedimos ser salvados. Para ser escuchados, mantener la ilusión de que alguien más allá de nuestra piel tiene el poder de rescatarnos, para permitirnos la idea de un fin de las penurias afuera de sí y así absolvernos del peso de nuestras decisiones. Entablamos conversaciones para comprobar que algo de nuestro mundo todavía es una señal en medio de la soledad.

Vivimos con la voluntad de encontrarnos, pero primero que todo de perdernos, para escuchar una y otra vez la historia de la aya del niño que se perdió y fue encontrado después de una espera y el sufrimiento de sus padres. Pecadores sin noción del pecado que se huyen para conservar dentro de si la lámpara de una ventana que no apaga su luz en nuestra espera. Y para que esa luz no se extinga, huimos tan lejos como nos es posible.

Es mejor ser esperado que reconocer que el tiempo, esa consigna vertical que se encuentra en la nervadura de las simples cosas, no conoce de esperas. De ese material están las hechas las personas y nuestras propias razones. Es mejor ser naufrago y aducir que por la ventura se deshicieron los pasos de retorno, que asumir que el material de la vida es efímero. Como los rostros de Hansel y Gretel, como las migas de gente significativa que ya no podemos recordar bien, aunque todavía queden sus nombres en el lenguaje.

Antes de vivir aquí, mi juego favorito era esconderme, tener la sensación que era yo quien no me dejaba ver. Así hallaba libros, cafés, la última acacia en un parque, rincones oscuros en la fiesta de año nuevo, un teléfono celular dejado debajo de un cojín. Yo naufraga en mis pequeñas ceremonias por que necesitaba ser encontrada. Sentirme amada, que es la otra forma del hallazgo, que una palabra me inaugurase y me absolviese de la responsabilidad de mis palabras amarradas con silencios. Como Cabeza de Vaca, después de la aventura, alguien oiría mi historia y sería influyente en el imperio de mis puntos suspensivos. Necesitaba ser encontrada para tener el espejo de mi misma, confirmar en la excusa del que me encontraba mi reflejo, para saber si mi emulación de lo que supuestamente era yo en el entorno estaba siendo bien representada. Ser encontrada- y probablemente a Cabeza de Vaca le sucedió, confirmada-. Unas veces, tuve éxito y algunos enfurecieron o se preocuparon, otras fue un total fracaso, así que termine celebrando los primeros minutos del año nuevo en la oscuridad de un patio trasero. Así que mi pregunta, es ¿existe el naufragio cuando nadie nos encuentra? o simplemente tenemos que asumir que ese o esa es un perdido? ¿Qué la vida continua sin el registro de ese que ya no esta? La empresa de esconderse o naufragar tiene entonces ese precio: asumir que no somos buscados o imprescindibles, así que el mundo sigue y la idea del cristianismo y la modernidad se van al traste, es decir, no hay caminos en torno al rescate, o, la otra opción, es perdernos y no ser parte del registro. Esto último creo que es lo que pasa para mi, lejos de Colombia, tengo que asumir que no soy parte de ese tiempo y no voy a ser rescatada por nadie, así que simplemente ahora soy un yo sin rectificación del disfraz. No hay tristeza, solo que andar no es para irse más lejos, sino simplemente para acompañarse. Una soledad que se hace palabra a razón de no creer en la vanagloria del descubierto. ¡Que alivio!