jueves, 30 de julio de 2009

Caminar: el placer del recorrido sin tiempo limite



Caminar es ante todo un ejercicio espiritual. Asumirse en medio de la acera sin rumbo fijo o destino determinado, es darse a la tarea de avanzar sin la necesidad de excusarnos en el otro o su falta. El temor a caminar solos es comprender que nadie ni nada nos espera si no lo deseamos, que no hay mayor dolor y a la vez mayor regocijo que pertenecerse aunque sea por unos instantes, recordando que no hay mayor peso que la libertad y la responsabilidad intrínseca que poseemos sobre nuestros pasos. Caminar es entregarse al tiempo –tomando el tiempo como movimiento- y al silencio, al difícil oficio de afrontarse en medio de la soledad del caminante. Debe ser por eso que algunos nunca se atreven a caminar solos aunque sea unos minutos. Nos han entregado bajo el pretexto del recorrido seguro con un lugar de partida y uno de llegada, el engaño de que la certeza es un bien, cuando a fin de cuentas es una manera de condenarnos para vivir siempre temerosos intentando conservar algo que en verdad no nos pertenece. Nos entregan la promesa de controlar el tiempo cuando la arena que nos ha sido confiada engañosamente se desvanece en nuestras angustiosas manos. Como si el agua se pudiese contener.

Nos han entregado la angustia de estar vivos, de medir y tazar el movimiento cuando llanamente pertenecemos a él. Como si pudiésemos calcular cada calle, cada paso, cada destino, cuando en verdad lo único certero es la muerte, lo ineludible...el recorrido que nunca podremos calcular o conocer, simplemente por que está entre nosotros. La única manera de calcular el recorrido sinceramente es suicidarse. El más desesperado de todos los intentos por ser inmortal, o sea, predecible.

Cuando se camina sin ninguna pretensión por llegar o abordar, terminas por descubrir que en cada caminante hay un viajero innato, alguien urgido por conocer todas esas tierras necesarias a las que no se puede llegar por medio de la palabra o con el otro, donde la única premisa necesaria para amar es extrañar, donde el silencio es el único y real espacio para estar.

En ocasiones los que nos quieren, creen que el mejor camino debe estar enmarcado entre pequeños puntos para ritual con pasos ya establecidos entre inicio y llegada para un pronto y sano regreso que nos garantice la seguridad de sentirnos queridos y protegidos, cuando en el fondo lo único que nos otorgan es el gran temor de perdernos entre su confianza, de seguir mal los pasos y no encontrarlos. Nos dan la condena de hacer lo imposible para no perderlos, cuando en el fondo somos nosotros quienes nos perdemos en nuestra angustia por tenerlos siempre, caminando concéntricamente hasta caer exhaustos en el suelo sin sentido.

Los rituales no se construyen desde agotadoras presencias. Para gozar hay que extrañar, hay que dar espacio para que el viajante tome rumbo a otras tierras y sepa el valor de su patria o de su pertenencia. Lo duradero y calculado nunca ha sido sello para la dicha. A quien camina debe dársele el derecho de reconocer con su corazón el lugar de su pertenencia curiosamente siempre razón del recorrido. Pues para que viajar si no tienes a donde regresar, si no hay alguien a quien puedas colmar con relatos y obsequios que sólo tienen sentido cuando se te otorga el privilegio de amar y abrazar. Necesitas alguien que te pueda esperar aún con toda tu soledad y esa necesidad siempre presente de recorrer otras tierras para colmar al otro con el mundo que pudiste aprehender.

Todo caminante es un viajero con un punto cada vez más anhelado de regreso, si fuese de manera contraría sería un errante, alguien condenado o un convicto que necesita huir en la mayoría de las ocasiones de sí. Caminar sólo necesita la condición de verse a sí mismo, de escucharse e irónicamente desde el movimiento, permitirse la condición de pertenecer a otros más allá de la evasión o el miedo. Consumirse en la fugacidad del trayecto eso es todo, como suele ser la vida sin medida alguna.