
Cuando pienso en el tema del abuso sexual en general, no pienso solamente en el acto violento de un pene que entra a otra carne sin autorización, o unas manos palpando lo no permitido, sino en la herida que esto deja. No sólo por la mácula cultural de haber sido producto de un acto sin consentimiento, sino porque estos instantes horadan la memoria, dejando la sensación siempre de que aún nuestro cuerpo, tan propio, tan mentado al cuidado tal como lo señala la educación femenina, puede ser ultrajado en cualquier momento. Si se lo ve desde un ángulo descarnado alguien podría decirme que sólo es una penetración que a lo sumo puede durar minutos, entonces ¿cuál es el trauma?. El dolor de éste tipo de cosas más que íntimo, es de índole social, la sensación con el silencio que hemos heredado las mujeres para este tipo de cosas, de que nadie va vengar al ultrajador, por qué siempre, de una manera quizá profunda, queda la vaga sensación que es nuestra culpa. Culpa por tener el cuerpo, por tener el silencio y lo más grave de todo, por mantener la idea de la dignidad, de un honor que no sé francamente si es para nosotras o para cotizarnos en el mercado de una sociedad patriarcal como bienes de alta estima.
Para el violador sólo es un instante, la satisfacción de entrar en un territorio que de entrada le pertenece por la prohibición. El placer de tomar lo que no es suyo; el principio de la envidia en funcionamiento (“se envidia lo que se ve y no se tiene” diría Anibal Lecter en the Silence of the lambs) .Envidia que surge desde esos cuentos que se relatan en la cultura popular como mitológicos. Envidia por la pureza o la inmortalidad. Ya sea por tomar lo que está reservado para los dioses o por las marcas indelebles que quedan en las personas abusadas.
Todos de alguna manera, por el temor y la fascinación de ésta perpetuación de la envidia buscamos hacer catarsis y ahuyentar esos malos espíritus de lo brutal. Ya sea en el cine o la literatura donde las víctimas muestran las marcas del trauma como en un striptease. Termina la función o el libro y todos quedan tranquilos, con la sensación beatífica de que esas cosas tan espantosas sólo pasan en la ficción o en vidas muy lejanas. Entonces, las mujeres se van con la tranquilidad de que eso no pasa en sus hogares y los hombres con la certeza que esto son acciones de seres de naturaleza abyecta. Pocos, son los que admiten que esto puede pasar debajo de su techo; que hay un tío, un primo, un hermano o un buen amigo que envidia el trofeo que se enmarca en la imposibilidad. Lo atroz es que en ocasiones salimos de ese marco circular de lo lejano, cuando escuchamos una llamada telefónica que nos informa que esa víctima ultrajada, torturada y asesinada de la que hablan las noticias el día de hoy, es tu amiga de infancia y su cuerpo era tan real como el frio que te cala los huesos. Entonces, de la misma manera que la mujer abusada siente sus piernas temblar y sangra durante días, comprendes que la violación no es esa escena fuerte en el asiento trasero de un carro que te venden las películas. Es un asesinato que pasa frente a tus narices, es la ruptura de algo profundo en la casa de esa persona que habla contigo y te abraza. Es parte de la cotidianidad que esconde la piel del odio que entreteje en sus vasos.
El abuso es real, las mujeres abusadas están en todas partes. Recuerdo en mis años de pregrado, que alguien me dijo que esa chica que se sentaba detrás de mí había sido violada. Fue la primera vez que me di cuenta que el tema del abuso y las mujeres abusadas no era una leyenda urbana. Siempre había imaginado a esas mujeres como locas histéricas, con personalidades como la de la Profesora de piano o niñas que vivían en la más honda pobreza. No me imaginé, que podían ser como yo, compartir, leer los mismos libros e ir a la universidad. Nunca fui capaz de decirle lo que sabía. Pero ella como muchas otras, era parte de esa tribu mancillada que busca en el olvido el mejor perdón no sé si para los perpetuadores o para ellas mismas.
Con el tiempo, podría decir que por accidente, me he encontrado con otras historias de gente cercana tatuada con el mismo lacre. Lo que más me estremece es que no sean casos raros, sino con el tiempo ya sea por relatos directos o indirectos, he descubierto que es algo común (como nacer o morir), especialmente en el caso de las mujeres.

No cierro este texto dando bendiciones por llorar por los otros y sentirme resguardada. Me quedo con la memoria de los abrazos de mis amigas y amigos, con sus procesos de recuperación de esas heridas aunque hayan pasado 10 o 20 años. Lo cierro con esa sensación de que eso también me ha pasado, como parte de un colectivo, a mi.